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La más bella tierra isleña

Playa de Martiánez. Arena y sal. El cielo imponente, la espalda marcada por las piedras, los pies descalzos. El salitre. Los muchachos varando olas. El Charco de la Soga. Las colchonetas infladas, el hermoso farallón de La Orotava. La Orquesta imitando a los Beatles en el Cintra. El recuerdo vago de la inauguración de la Avenida de Martiánez. Los extranjeros. Los niños pidiendo pennies a los turistas. Las olas resoplando, blancas, sobre las rocas de Martiánez; esas rocas luego fueron bañadas de blanco para hacer la piscina. Burgados entre las rocas. Las chicas y los chicos bailando sueltos en medio de esos charcos. El grito de los padres, “no te acerques a la ola”, esas olas blancas abrigando los pies de los niños.

San Telmo. Mi padre me vio caminando sobre el muro que rodeaba a la Iglesia. Se quitó el sombrero y se acercó a mi lado: “¿Es que te quieres matar?” El sol de la tarde sobre la vieja piscina; hombres y mujeres morenos, envueltos en toallas blancas. En el lado de acá, debajo del paseo, muchachos de mi edad, mucho más valientes, se arrojan a los charcos y nadan como si no hubiera ni riesgo ni padres ni otra cosa que agua y sales, el mineral sin fin que le regala el mar a los cuerpos. Desde la barandilla de piedra y cal yo los miro nadar como un niño que envidia las bicicletas o las flores o la salud

. Camino hacia adelante; mi pueblo me recibe con aire; al frente veo el Penitente, las aguas mansas rodeando esa piedra negra cortada a pico, los chicos más aguerridos desafiando el inmenso océano que a un muchacho como yo se le antoja el mundo entero, el mundo oscuro de las aguas saldas.

La Punta del Viento. Aquí me siento bañado por un aire azul. Aunque el cielo esté oscuro, este es un aire azul. Debajo había entonces, a unos pasos de este territorio de salitre y sol y mar una discoteca en la que por primera vez escuché a Jane Birkin cantando su célebre melodía de amor y sexo. Una chica rubia me deja su hombro para que yo la deletree. El mundo va variando, y yo siento, en ese instante, que estoy más allá del mar y de la orilla y de la tierra, y todo lo que suena no es tan solo una canción sino un porvenir, una alegría. A esta hora, lejos de aquel recuerdo, me recuesto ante la inmensa blancura del mar, han pasado los años, pero mi impresión se clava en mi alma: no ha pasado el tiempo si en mi pueblo sigue habiendo este aroma de flores marinas que alienta aún en la Punta del Viento.

El Instituto. Este es el Instituto de Estudios Hispánicos. Por aquí se va o se viene de la plaza; al lado está Correos, aquí dejaba mi madre las cartas que enviábamos a los Reyes Magos cuando éstos aún no eran los padres. Delante del Instituto está el Estanco Molina, donde comprábamos los sellos y los timbres, y más abajo está la cárcel chiquita, el Parque de San Francisco, el viejo mesón, la comisaría, el taller de los Pérez. Pero yo me detengo aquí, frente al Instituto de Estudios Hispánicos. Al entrar una mujer que tiene café en el bigote me pregunta qué quiero. Le digo que quiero leer. Y ella me pone en las manos tres libros, Pequeñeces, del padre Coloma, Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, y Oliver Twist, de Charles Dickens. Los tres me caben en las manos y de allí me voy hasta la guagua, que huele a salitre. Al llegar a casa, junto al barranco, empiezo a leer. Es entonces cuando me hago mayor porque siento que esos libros me llevan volando al mundo entero sin salir de mi tierra. Mi madre canta en el patio: “Es el Puerto de la Cruz la más bella tierra isleña”. Ahora cada vez que leo siento la música de Martiánez, de San Telmo, de la Punta del Viento. De la biblioteca y de mi madre.

 

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