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Terrazas, una vía de escape

No aguantaba más, las cuatro paredes le comían. Vivía en un piso demasiado pequeño como para estar encerrado semanas. Nunca estaba en casa y ni siquiera tenía Internet. La situación era agobiante. Recordó entonces su azotea. Jamás la usaba, ni siquiera para tender la ropa. Cargado con su cámara de fotos para matar el tiempo, subió corriendo para tratar de recuperar un atisbo de lo que un día fue su libertad.

Unas cuantas plantas medio secas y alguna sábana tendida ondeando al viento era la humilde decoración. Estaba descuidada y habitualmente nadie subía. Pero todo eso daba igual, desde allí arriba podía ver el mar, aunque fuera a lo lejos. Lograba volver a sentirse libre por un rato y romper así con la monotonía a la que le ataba el encierro. Pájaros, antenas parabólicas, nubes, cualquier cosa era presa de la lente del objetivo. Al menos volvía a hacer fotos bajo el cielo azul.

Pero entonces, observando bien por el visor  de la cámara, se dio cuenta de que no era el único al que se le había ocurrido escapar un rato allí arriba. Decenas de personas aprovechaban terrazas, azoteas, balcones e incluso ventanas para huir durante unos instantes de la apocalíptica realidad. Sentir de nuevo el aire fresco en sus rostros y sortear así, aunque sólo fuera un momento, la enfermiza reclusión.

Algunos jugaban con sus perros, que corrían de un lado a otro como locos persiguiendo una pelota. Otros echaban una partida de cartas. Había quien utilizaba aquella zona para resarcir su necesidad de sociabilizarse y poder charlar así con sus vecinos. Aunque fuera de una azotea a la otra o de ventana a ventana. Hacía tiempo que no escuchaba risas y oírlas de nuevo fue agradable para él. Hasta subían familias completas. Los padres con el hijo y el perro  para pasear, para charlar y para, seguramente, recordar otros tiempos mejores mientras miraban hacia el horizonte.

Con el paso de los días, incluso buscaban rutinas dentro de su anodina jornada. Sentir que podían volver a controlar algo. Se identificaba con un señor mayor que salía a su terraza todas las mañanas. Primero caminaba un rato y después se sentaba a leer un libro bajo los agradables rayos del sol. Otro salía siempre después de la hora de la comida a fumarse un enorme puro mientras hablaba con su mujer.

Y es que, en tiempos de confinamiento, contar con un pequeño espacio al aire libre puede ser la fina línea que separe de la locura. La ínfima vía de escape hacia lo que un día no muy lejano teníamos, tan poco valorado entonces por las prisas y los relojes. A olvidar durante unos segundos la propia fragilidad del ser humano. Su efímero paso por el mundo. A frenar en seco y a hacerte sentir afortunado, porque esos pequeños placeres, son lo realmente importante.

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