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Ouka Leele

Amable, juguetona, con una imaginación infantil y una creatividad intrépida, Ouka Leele tuvo una vida de libertad y maravillas que, por desgracia, se vio interrumpida en mayo de este año, poco antes de cumplir los 65.

Nació en Madrid en 1957 como Bárbara Allende Gil de Biedma. Las visitas en verano a su abuelo paterno, que era pintor, despertaron la curiosidad de una Leele muy joven que empezó a dibujar, pintar y sumergirse en la historia del arte. Visitaba con frecuencia el Museo del Prado, que la marcó profundamente. Tras estudiar fotografía, en 1976 publicó su primera serie —en blanco y negro— y, dos años después, expuso por primera vez. 

Vivió un tiempo en Nueva York y Barcelona y, debido a una grave enfermedad, regresó a Madrid en 1981. No pudo ser mejor momento, ya que se encontró inmersa en una capital que acogía el caos, el desenfreno y la agitación: eran los primeros años de libertad de España después del dominio de Franco.

En este periodo surgió la movida madrileña. Leele destacó —y sigue destacando— en este movimiento cultural icónico como uno de los mayores talentos y, desde luego, como su cara femenina. 

En una entrevista que concedió hace un par de años, Leele explicó el ambiente de aquella época sin precedentes: “La puerta de la jaula se abrió y todos salimos. Sentimos por primera vez lo que era la libertad, pero también estaban las bombas de ETA, policías que perseguían a estudiantes, grupos de ultraderecha que entraban armados a los bares y cantaban Cara Al Sol. Estábamos hartos de todo eso y el arte fue nuestra medicina, nuestra cura”.

En esta época turbulenta, nacieron algunas de las figuras culturales más famosas de España, como la propia Leele, su amigo el cineasta Pedro Almodóvar y el fotógrafo Alberto García-Alix.

Es difícil comparar su obra con la de cualquier otro artista porque no hay nadie como Ouka, que creó una combinación única de fotografía y pintura. ¿Por qué? Porque, como ella decía, la lente no llegaba a capturar la realidad que veía. Para que la gente “vea lo que yo veo y siento”, revelaba sus fotos en blanco y negro, les daba sus toques únicos de color e imaginación y, por último, fotografiaba su fantástica pintura final. 

“Siempre digo que hay dos tipos de fotógrafo: el cazador y el granjero. Yo soy más granjera que cazadora. Por eso trabajo tanto en mis fotos”, explicaba. 

A lo largo de su trayectoria, desarrolló temas propios de pintores, como bodegones, paisajes o retratos. A continuación, por supuesto, les daba sus toques juguetones. Se considera que su serie más icónica y famosa es Peluquería (1978), que muestra a personas con todo tipo de objetos en sus cabezas, desde frutas hasta pulpos. Otra de sus obras más conocidas es Rappelle-toi, Bárbara (1987), en la que llevó el antiguo mito de Atalanta e Hipómenes a la fuente de la Cibeles de Madrid.

Durante la pandemia, y justo después, se centró más en el dibujo, especialmente con carboncillo. En una de sus últimas entrevistas antes de fallecer, habló con entusiasmo sobre su nuevo deseo de trabajar con ceniza y cómo el confinamiento nos había recordado a todos nuestra conexión con la tierra. 

“[Si tuviera una exposición mañana] Quemaría incienso de Palo Santo, llenaría el suelo de ceniza y también me lo pondría en la cara y el cuerpo… Como recuerdo de que el cuerpo es salvaje. Por mucho que la oprimamos, hay una parte natural de los seres humanos que regresa a la tierra. Pensé que quizá debía acercarme a la naturaleza [durante el confinamiento]; llenar la bañera de tierra, cubrirme en ceniza ¡y zambullirme!” 

Fotógrafa premiada, pintora, poeta, animalista y hasta diseñadora de sombreros —para la película de Almodóvar Laberinto de Pasiones: su lista de logros es demasiado extensa como para incluirla aquí. Lo que está claro es que ha dejado un listón muy alto y su legado inimitable perdurará muchos años. 

“Cuando hablas desde el corazón, llegas al corazón de los demás”, explicó. Ella lo sabía.   

 

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