Un cometa forastero, venido de más allá de las fronteras del sistema solar, cruza estos meses nuestro cielo astronómico. Se llama 3I/ATLAS y su hallazgo abre una ventana a los misterios de otros mundos.
Desde su descubrimiento el pasado 1 de julio por el sistema de telescopios ATLAS en Chile, ha desatado la fascinación de astrónomos y soñadores por igual. No es un cometa cualquiera. Su órbita hiperbólica revela que no pertenece al sistema solar: llegó desde fuera, atraviesa nuestro vecindario y continuará su ruta hacia la oscuridad, sin intención de regresar. Es el tercer objeto interestelar detectado en la historia, después de ’Oumuamua y 2I/Borisov, y su paso nos brinda una oportunidad única de mirar hacia los confines del universo.

En las próximas semanas, 3I/ATLAS alcanzará su punto más cercano al Sol, se estima que alrededor del 30 de octubre pase a unos 210 millones de kilómetros y se espera que entonces alcance su máxima luminosidad. Pasará a 240 millones de kilómetros de la Tierra, una distancia segura pero ideal para su observación con telescopios avanzados. Tras su encuentro con el Sol, desaparecerá temporalmente en su resplandor y podría reaparecer en diciembre, ofreciendo un nuevo capítulo a su travesía.
Pero más allá del asombro que provoca su visita, 3I/ATLAS guarda un relato mucho más profundo. Según recientes análisis, podría ser incluso más antiguo que nuestro propio sistema solar, con una edad estimada entre 3.000 y 11.000 millones de años. Esa longevidad lo convierte en una reliquia cósmica, un fragmento de otro tiempo y otro lugar que ha sobrevivido a tormentas estelares, radiaciones y colisiones durante eones de viaje interestelar. Cada molécula de su hielo, cada grano de su polvo, podría contener la memoria química de un sistema estelar desaparecido.
El 3 de octubre, 3I/ATLAS pasó a unos 30 millones de kilómetros de Marte, permitiendo que sondas como la Trace Gas Orbiter de la Agencia Espacial Europea lo fotografiaran desde la órbita marciana. Las imágenes, tenues pero reveladoras, muestran una nube difusa que se eleva contra el fondo oscuro del espacio. Ver un cometa interestelar desde otro planeta es, en sí mismo, un hito histórico: nunca antes habíamos observado un visitante de otro sistema solar desde fuera de la Tierra.

Su composición también sorprende. Observaciones del telescopio espacial James Webb han revelado una proporción excepcionalmente alta de dióxido de carbono frente al agua, una combinación poco habitual entre los cometas del sistema solar. Esa diferencia química sugiere que 3I/ATLAS se formó bajo condiciones radicalmente distintas a las que dieron origen a nuestros propios planetas. Su firma molecular no se parece a nada que hayamos visto.
Y, como era de esperar, un objeto tan singular ha despertado también interpretaciones más audaces. Algunos científicos, entre ellos el astrofísico Avi Loeb de Harvard, han sugerido que podría tratarse de algo más que un cometa natural. Entre las supuestas anomalías se encuentran su alineación casi perfecta con el plano de la eclíptica, su paso estratégico cerca de planetas como Marte y Júpiter, su polarización lumínica inusual y una estela orientada hacia el Sol que ha desconcertado a los investigadores. Otros incluso han señalado su proximidad a la zona del cielo donde se detectó la histórica “señal WOW”, un misterioso pulso de radio interestelar captado en 1977. La comunidad científica, sin embargo, mantiene la cautela: las explicaciones más probables siguen siendo naturales, aunque no menos extraordinarias.
Lo que deja tras de sí es una sensación difícil de describir: la de ser testigos de un visitante que no pertenece a nuestro tiempo ni a nuestro espacio, un mensajero de otros soles que cruza fugazmente nuestra historia. 3I/ATLAS no solo amplía los límites de la astronomía, también reaviva algo esencial: la conciencia de que el universo es un entramado vivo, inmenso y en constante diálogo, donde incluso los fragmentos más remotos pueden venir a recordarnos su inmensidad.